En blanco.

La mujer se olvidó de la letra, y de los acordes. Tampoco puede hacer más palabras ni se le ocurre ningún sueño, es que perdió la imaginación.
Alguien ha borrado su memoria .Ya no vuela, todo es como es y de ningún otro modo posible.

La mujer está pintada en un cuadro y su sonrisa congelada en el tiempo.
Sus sueños son desvanes vacíos, ella busca algún objeto, pero sólo queda algún trasto viejo que alguien ha dejado allí.

A veces se le crea una ilusión vana, quizá el viento mueve por un instante alguno de los trastos y ella se engaña con un movimiento efímero. Igual, tiene un breve lapso de felicidad, hasta que descubre la farsa.

El desván tiene paredes mohosas, esas manchas también quieren engañarla, pero ella ya lo sabe y no les presta atención. Alguien ha dibujado muchas rayas en esa pared, y las fue tachando, hasta que llegó el día de su libertad. Alguien pasó sus días, semanas, y años en aquel infame lugar, pero por lo visto sobrevivió. Eso le da esperanza, si alguien pudo, ella debería intentarlo, al menos.

De repente siente su cuerpo, es un lugar frío, y su vestido de fino algodón, la tela se va rasgando por el paso del tiempo, pero ella se las ingenia para abrigarse como puede. Es su instinto de supervivencia.

Hace mucho que no corta su cabello y le llega hasta sus pies. Ha perdido la noción del tiempo. A veces un tenue resplandor le indica una luz que podría tener restos de sol, ella aún diferencia los tubos lux mortecinos.

No recuerda cómo llegó allí, sólo tiene la evidencia de que ahora ahí está. Sólo hay un colchón desvencijado, con olor a humedad. Siente su cuerpo entumecido, helado, acalambrado.
Aún puede mover sus extremidades pero no es ingenua: sabe que cada vez estará más rígida. Apenas se puede mover, y ni su sangre circular. Algunos sonidos guturales aún puede emitir, es un ejercicio que practica de vez en cuando para cerciorarse que aún algo le queda.

¿Quién la llevó allí y porqué? No lo recuerda, pero la incertidumbre la desvela. Su pecho está anudado, no recuerda su nombre, sólo un número. ¿De qué tiempo ella ha venido? ¿Será que las personas ya no usaban más nombres y se identificaban por números y series? Qué ilusa, como si alguien pudiera contestarle.

Se toca para descubrir algún indicio. Su piel no está demasiado arrugada, por lo que deduce que aún no es tan vieja.

Cuando cierra sus ojos sólo ve unos mosaicos muy bonitos de muchos colores. ¿Qué significan? No lo sabe, sólo están siempre ahí. ¿Será que fue lo último que su retina grabó antes de ser introducida en el calabozo? Dudas y sólo dudas.

–“¡Algo habrás hecho! - ¡Ahá! -¿Cómo no recuerdas?- ¡Pero tú no tienes vergüenza!- ¿O crees que de lo contrario estarías aquí?-”.

Anna Donner ©2009

Rea.



A Piedad le interrumpen el sueño. Una vez más, ya se le ha hecho costumbre. Son las cuatro y media de la madrugada, la celadora realizó puntual el anuncio del nuevo día. Piedad entreabre los ojos, el moho instalado en la pared vecina le sonríe con sarcasmo. Piedad se encoge. Su cuerpo no ha podido evaporar el frío de la noche, la humedad de la celda lo ha impedido. Tan sólo una rendija casi a la altura del techo oficia de corredor para el pasaje del aire hacia el exterior.

Piedad ahora se incorpora. Su largo pelo negro cae libre sobre su espalda aprovechando este recreo que culminará cuando Piedad lo recoja bajo la gruesa tela del hábito, que por ahora está colgado en posición vertical, descansando del cuerpo de su dueña. Piedad toma el rosario que pende del hábito entre sus manos. ¿Será que esas esferas de madera llevan algún tipo de energía? La cruz la mira, adivinándole el pensamiento y Piedad se levanta, ahora definitivamente.

Debería de estar agradecida, en tiempos en los cuales una mujer se casaba con su marido o era casada con Dios, a ella la habían ofrecido al Señor quien sabe a cambio de qué. La novicia ahora se colocó el hábito sobre el cuerpo, y sobre él, el rosario. Se arrodilló, se persignó, e hizo su primera oración del día. Minutos después, junto con otras veinte desayunaban sentadas a lo largo de un extenso tablón que se apoyaba en dos caballetes. Leche y una rebanada de pan, leche recién hervida cuyos vapores provocaban una irremediable náusea en Piedad que se cuidaba muy bien de disimular.

Concluido el desayuno, las novicias se abocaban a las plegarias matinales. Luego zurcían sus propias prendas al menos una veintena de veces que usaban hasta convertir en andrajos. También cocinaban el almuerzo para todo el convento haciendo media hora de caminata hasta el torrente que bajaba transparente por la ladera de la montaña vecina y recogían el agua en tinajas que cargaban a la vuelta.

Piedad hace mucho que era una autómata. Fray Justo Ocaña y Torremolinos, comisario del Santo Oficio, se había apiadado de su destartalada alma, aunque cabe aclarar que el estimado fraile lo había hecho a cambio de administrar los bienes de su extinta familia. Es que había necesidades urgentes, los reos de la inquisición ocasionaban cada vez más gastos y ya no había arca que aguantase, las mazmorras estaban repletas, y había que alimentarlos. Por tanto era justo que la familia de cada reo financiara su estadía en las cárceles del Santo Oficio dejando en consignación su patrimonio hasta que el reo cumpliera su condena.

Fray Justo Ocaña y Torremolinos estaba pues clavado en el corazón de Piedad y la herida sangraba. Ya llegaría el día, se decía ella, que el Señor lo enviase al Infierno. Es que la memoria de Piedad almacenaba un tesoro divino que no debía ver la luz. Pero tenía miedo que algún día se le borraran sus rostros, es más, sólo tenía un vago recuerdo de ellos. Quizá Fray Ocaña la había desviado a ella de tan nefasto destino porque había sucumbido al pecado de la carne. Quizá. Lo único cierto al fin y al cabo es que el noviciado era un Paraíso comparado con el destino que la aguardaba a la vuelta de la esquina. Piedad sabía que no era capaz de engendrar descendencia puramente cristiana, Fray Ocaña también sabía.

Piedad debía de mostrarse agradecida por su silencio, pero se sentía en una encrucijada. Extrañamente su pasado estaba cada vez más difuso, pero cada vez más ligado a sus entrañas. Y tenía miedo que su memoria le jugara una mala pasada, pero era a la vez su consuelo. En su imaginario construía versos, los moldeaba y formaba poemas. Miles de poemas. Es que Piedad era una artista. En un tiempo siniestro. Y sabía que su arte podría llevarla a la hoguera. Pero, ¿cómo mantener vivo un pasado que le quería ser arrancado?

Su poesía había nacido en otro tiempo. En otro espacio. De relatos que provenían del otro lado del Atlántico, de otros aromas, de un patio de mosaicos con su fuente en el medio, de Sefarad, del viejo continente, de mucho antes de que Fernando e Isabel de Castilla labraran su edicto de expulsión, el mismo año en que Cristóbal Colón había descubierto el nuevo continente.

Sus abuelos pues, había cruzado el Atlántico y llegado milagrosamente a estas costas en busca de un destino mejor luego de una larga travesía en la bodega de un destartalado navío, junto con muchas otras familias. Se abocaron a la nueva fe y aprendieron a adorar a Nuestro Señor con devoción, pero siguieron cargando con su estigma sellado con fuego.

Su poesía guardaba este secreto de sus ancestros, le decía que Dios era el único bajo las leyes de Moisés y le gritaba que ella se llamaba Sara.

Sara vivía presa, en el cuerpo de Piedad, atrapada en un hábito y simulando una nueva fe para preservar su vida. ¿Tenía sentido aquello? Por momentos se veía tentada de abandonarlo todo. Pero algún día los tiempos cambiarían y alguien debía vivir para que todos ellos pudieran trascender hacia el futuro, a un tiempo donde cada uno podría elegir Dios nuevo, Dios viejo o ninguno. Sino el mundo, en poco tiempo estaría totalmente sometido. Ese deseo de incidir, ese pequeño granito de arena, ese gran sacrificio era pues, absolutamente necesario.

En el convento vivía con austeridad. Por el momento no había peligros, pero tampoco sorpresas, los acontecimientos eran absolutamente predecibles, los días eran obvios. Una mañana, Piedad amaneció con mucha fiebre. La Madre Superiora le ordenó guardar reposo, y destinó a Sor Catalina, una monja con rostro severo para que velara por su salud.

Presa de sus delirios, Sara se despertó sobresaltada: -“¡Oh Dios, Rey de Israel, el único! ” ¿Lo habría dicho en voz alta? Miró a Sor Catalina, pero su rostro permanecía inmutable.

Dos días después, un médico se presentó. Indicó a Piedad acostarse boca abajo, y le aplicó ventosas de vidrio a lo largo de toda su espalda. Su sangre emanaba a borbotones. A la semana, la infección cedió. Pero su espalda estaba absolutamente llagada.

Esa misma noche, Piedad abandonó el convento, ya no se sentía a salvo allí. Anduvo serpenteando la montaña. Durante días se alimentó de gramilla y bebió agua fresca del río que dirigía su marcha. Su piel se perforó de espinas; la naturaleza estaba furibunda.

Una semana después, Sara llegó a un caserío. Con las últimas fuerzas que le quedaban, tocó a la puerta, abrió una mujer y dijo: -“¡Oh, Hermana! Pasad.” Esa noche, Sara alimentó su raquítico esqueleto, y durmió después de mucho tiempo en un lecho caliente. Las sábanas le acariciaron la piel.
A la mañana siguiente, un grito imperioso de la dueña de casa la despertó sobresaltada. –“¡Vestíos de inmediato! Fray Justo Ocaña y Torremolinos aguardaba en la sala. Sor Catalina la había delatado.

Sara está ahora en una mazmorra del Santo Oficio. Siente el fuego de los grillos en sus tobillos y muñecas. De sus ropas nada queda. Ya no distingue las luces. No tiene idea del paso del tiempo. Parece se han olvidado de ella. Pero no.

Le traen ropas nuevas. Se viste. Tres encapuchados negros la conducen a la plaza de Armas. El público aguarda expectante, dará comienzo el Auto de Fe. Los verdugos la atan al poste central, sobre una pila de hinojo, su largo pelo negro se mece al viento. Sus ojos azules ya no tienen miedo. Sabe que se reunirá con su familia, y que despertará en libertad.

Sara va ser quemada viva.

Sara, la mujer.
Sara, la poetisa.
Sara, la judía.

Anna Donner © 2009

Nada.

Nada está sola en medio del polvo. Es pleno mediodía y tiene sed. Está en la plaza del mercado. Todos van y vienen presurosos haciendo sus mandados, y no se percatan de su presencia. O si lo hacen, desvían inmediatamente la mirada.

Nada está a merced de su destino, presa y atada a ese poste en el medio de la plaza. Por momentos ella quisiera que llegara la hora señalada para así marcharse de una vez por todas de un mundo que no supo comprenderla. Pero, aún falta una eternidad.

Nada había venido al mundo trayendo frustración bajo su brazo a los familiares, quienes aguardaban, por supuesto, al primogénito. Omar, su padre, fumaba nerviosamente la pipa y no pudo evitar una mueca de desagrado al ser notificado por la prima Fátima de que el pequeño vástago que acababa de nacer era una niña.

Los primeros tiempos en la vida de Nada fueron felices. Es que los bebés sólo comen y duermen y su madre le chorreaba la leche por los pechos inflamados. Su padre no quiso volver a verla, ni tampoco a su esposa. Le endilgaba la culpa de estar poseída por el demonio por haberle hecho una hija mujer. Omar había confinado a su esposa Amira a las paredes de la cocina, y ya no quiso compartir con ella el lecho conyugal.

Amira tenía una tristeza tan grande que ni mil lágrimas hubieran podido amainar. Igual ella emergía cada día sobre sus despojos; iba al mercado y elegía hierbas, guisantes y carnes. Nadie se percataba de la existencia de la beba y a medida que pasaba el tiempo sus vivaces ojos lo iban registrando todo. A pesar del abandono de su marido, hubo un tiempo en que Amira logró ser parcialmente feliz. Se sentaba a la mesa de madera, bajo las ollas de cobre y los utensilios de hierro que colgados se mecían en una danza de siete velos cada vez que la brisa penetraba por el ventanal entreabierto.

Un día, Amira tuvo una visión. Le rogó a la prima Fátima que por favor le leyera la borra del café. Se sentaron en torno a la mesa de madera Amira con la pequeña Nada prendida de sus polleras, que ya daba sus primeros pasitos. Fátima sirvió el café, Amira lo bebió y acto seguido le devolvió la taza. Los ojos de Fátima se abrieron bien grandes. – “¿Qué ocurre?”.

A la semana siguiente del suceso de la borra, Omar se presentó en la cocina buscando a Amira. La mujer se entusiasmó tanto que la alegría le corría por todo el cuerpo, al fin el marido había cedido. Aún con la sonrisa dibujada en el rostro, las siguientes palabras de Omar la devastaron: -“He decidido tomar una segunda esposa, volveré a casarme”. Fátima y Amira tenían la orden de alhajar el hogar para recibir a la futura consorte. Dieron vuelta las alfombras, pusieron flores frescas en los jarrones, reacondicionaron la alcoba matrimonial y prepararon el festín nupcial. Omar tiró la casa por la ventana. Al año Leila le dio un hijo varón. Omar no cabía en sí de tanto gozo. Al niño lo llamaron Ismael.

La infancia de Nada iba transcurriendo apacible. Correteaba a todas partes con su medio hermano Ismael, sólo se llevaban un año y medio. Iban al jardín de mosaicos a la hora de la siesta y miraban las estrellas en el cielo de X. Una infancia que pronto sería un bello recuerdo, pero Nada era una niña inocente.

Ismael era muy bueno con Nada y la cuidaba cuando venían a jugar sus amigos de la cuadra. Nada no concebía la vida sin Ismael. Un día, Omar se presentó en la cocina con el ceño fruncido. –“Los niños están creciendo y ya no tiempo de que los niños jueguen con las niñas”- dijo a Amira. –“Quiero que la mantengas alejada de Ismael hasta que comience la escuela”-

Los días para Ismael ahora resultaban exigentes. Los futuros hombres aprendían matemática, letras, contabilidad, y cuatro veces en la jornada rezaban arrodillados en dirección a La Meca. Mientras tanto, Nada era instruida en labores domésticas como la costura, el aseo y la cocina. Amira solicitó a Omar que Nada aprendiese a leer en la casa, pero su negativa fue tajante. –“Eso le restaría tiempo de sus deberes y no olvides que pronto Nada será una mujer”. Entonces sería prometida en matrimonio, mientras su piel permaneciera lozana y su cuerpo se mantuviese firme; luego nadie la aceptaría. “La lectura no se hizo para mujeres”-dijo Omar. Amira no insistió.

Nada crecía, analfabeta. A Ismael lo veía poco, sólo algún fin de semana, pero él estaba distante. Nada lo contemplaba en silencio. Su medio hermano se había vuelto muy apuesto, era alto, y tenía ojos oscuros que miraban certeros y penetrantes. De buena gana ella se habría perdido en ellos. Nada pensaba mucho en su hermano Ismael. Por las noches, miraba las estrellas y se acordaba de cuando las veían juntos.

Una mañana Nada despertó exaltada. Tenía demasiado calor y sentía su cuerpo hinchado. La tía Zaida, lo anunció a toda la familia: -“¡El momento ha llegado!” Amira hubiera querido impedirlo, pero ya se le habían acabado las fuerzas para luchar. Se organizaría un gran festejo y vendrían parientes de aldeas vecinas. Amira no daba abasto en la cocina y cuando Nada se repuso la tía Zaida le dijo que esta vez ella sería la protagonista y que debía descansar, eximiéndola así de sus obligaciones domésticas. Nada no comprendía el motivo de tantas atenciones para con ella.

El día señalado un séquito de comadronas despertó a Nada dulcemente. La vistieron con una túnica blanca y untaron su cuerpo con aceite de almendras. Acto seguido la transportaron hacia una especie de altar. Los parientes estaban de jolgorio, bebían y comían distendidos.

Una mujer vieja de cara arrugada que vestía ropa negra se acercó al altar. Las otras le hicieron una reverencia. La vieja trajo una copa de vino, tomó la cabeza de Nada y acercó la copa a sus labios. Cuando Nada estuvo sumida en una especie de somnolencia, la vieja sacó de sus ropas un objeto punzante de plata. Las comadronas sujetaron las piernas de Nada dejándola inmóvil. La vieja se abrió paso entre todas ellas. Nada se estremeció de dolor, sus alaridos eran espeluznantes y de sus piernas chorreaba un río de sangre.

Los días siguientes, Nada tuvo mucha fiebre. Amira no se movía de su lado y le aplicaba compresas frías para bajarle la temperatura. Sobrevino una infección general, pero Alá tuvo misericordia y Nada sobrevivió. Pero le quedó una sutil cojera de la cual ya no se pudo recuperar.

El cuerpo de Nada iba tomando formas, un día se descubrió unos bultos bajo sus pezones, y otro río de sangre bajó de entre sus piernas. Nada ya era una mujer. De cabello negro, largo y piel muy tersa. Tenía rasgos bonitos y labios carnosos. Nada soñaba en imágenes porque ni las letras ni los números le habían sido presentados.

Nada comenzó a usar el velo, y Amira supo que le quedaba poco tiempo.

Un día, Omar dijo a Amira que vendría a cenar un hombre notable. Le explicó que el caballero era mercader de telas, y que debían cerrar una transacción importante. Le encargó agasajarlo con un suculento festín. A la mañana siguiente, Amira y Nada partieron temprano hacia el mercado. De la cocina emergía un aroma exquisito. Se aseó toda la casa, se levantaron alfombras y se ventilaron los cuartos. A la hora señalada, llegó puntual el notable. Tomó asiento en la sala junto a Omar y éste ordenó que no fueran interrumpidos.

Al día siguiente, Omar dijo a Nada que el notable estaba esa tarde invitado a tomar el té y que vistiera sus mejores ropas. Inocente, Nada trató de complacer a su padre, ya que éste rara vez le dirigía la palabra. Se probó distintos atuendos hasta que se decidió por uno de color azul. Se puso sus alhajas más preciadas y un velo aguamarina. Estaba radiante.

Nada preparó el té y lo llevó a la sala. El notable ya había arribado y conversaba afablemente con su padre. Nada traía una bandeja que depositó en una mesa casi al ras del piso. El mercader de telas la observó con agrado. Acto seguido, su padre le dijo que podía volver a la cocina.

Al despertar a la mañana siguiente, Nada oyó llorar a su madre. Su padre estaba muy enojado y le gritaba. –“¡Podría ser su abuelo!”- sollozaba Amira. Omar había cerrado el negocio. Casaría a Nada con el notable mercader de telas. Nada tenía 13, y Abdulah, tal era su nombre, 65. Era un hombre obeso y desaseado, de ojos saltones y nariz prominente. Su cabello graso era de color blanco amarillento. La barba se le mezclaba con sus ropajes, y se le mojaba con el té.

Abdulah quiso consolidar la boda cuanto antes y Omar no tuvo nada que objetar. Inmediatamente comenzaron los preparativos. Nada ya no sonreía. Ismael continuaba vivo en su imaginación, hacía mucho que no lo veía, pensaba su voz, su piel, necesitaba llorar en su pecho.

Nuevamente vinieron los parientes y familiares de aldeas vecinas. En medio de la algarabía general, las comadronas bailaban y cantaban en torno a Nada. El día de los esponsales la pintaron con henna, masajearon sus pies y la mantuvieron en una tina con polvos aromáticos. Luego, la vistieron con un traje blanco de tul y organiza y la coronaron con una diadema de piedras preciosas. Nada estaba hermosa. Las comadronas la transportaron alzada en una silla hacia Abdulah, quien se veía siniestro en sus ropajes ostentosos con piedras colorinches, luciendo un anillo con un rubí en su dedo meñique, y el turbante nupcial.

Todos bailaron y comieron hasta el hartazgo. Cuando el sol desapareció en el poniente anaranjado, los nóveles esposos fueron transportados en andas al lecho nupcial cubierto por pétalos de rosas. Deseándoles los mejores augurios, los familiares los dejaron a solas.

Nada no había intercambiado más de tres palabras con su reciente marido. Se sentó al borde de la cama, no tenía fuerzas para hacer nada más. El desagradable Abdulah ni siquiera le habló de modo amable; simplemente comenzó a quitarse la ropa. Nada esperaba resignada que sucediera la consumación del matrimonio cuanto antes. A Abdulah le colgaban las carnes de su barriga y sus partes flatulentas. Nada no podía tan siquiera mirarlo. Como ella no se desvestía Abdulah comenzó a irritarse. Sin decir palabra, le desgarró el vestido, la desnudó y la tiró en el lecho. Acto seguido, se le subió encima. La transpiración de Abdulah asqueaba a Nada, más aún su aliento a vino viejo cada vez que le metía la lengua viperina entre sus labios inocentes. Nada inmóvil aguardaba que el martirio terminase lo antes posible. Abdulah jadeaba y blasfemaba. Nada sintió un desgarro entre sus piernas y a continuación, la bestia eyaculó. Con las primeras luces del alba vinieron los familiares a reclamar la sábana marchándose satisfechos porque había en la tela un sello de sangre.

La pareja de recién casados fue a vivir a la casa del marido. Era una vivienda confortable y Abdulah un esposo exigente. Nada despertaba al alba y comenzaba con sus labores. Baldeaba los pisos, iba al mercado y preparaba la comida. Abdulah por suerte no estaba en todo el día debido a sus actividades mercantiles.

Un día Abdulah llegó antes de lo previsto. Al detectar un mueble fuera de su sitio, propinó a Nada la más atroz de las palizas. A partir de entonces, se le hizo una costumbre. Siempre encontraba un motivo para pegarle. Además, las noches en que Abdulah estaba excitado arrastraba a Nada de los pelos hasta el lecho marital, la cascaba y la penetraba salvajemente. Nada estaba cada vez más débil. Tenía el rostro lleno de moretones y la piel totalmente llagada.

Una mañana, Nada cruzaba la plaza en dirección al mercado, cuando escuchó que alguien la llamaba por su nombre. Giró la cabeza y lo reconoció al instante. Era su medio hermano Ismael. El le dijo que estaba por comenzar algo equivalente a la secundaria en Aman, y que estas eran sus últimas vacaciones. Ismael le pidió a Nada que lo acompañara a dar un paseo. Caminaron hasta un muro de piedra bastante alejado de la plaza y del mercado. Ismael le quitó el velo y descubrió las manchas violetas de su cara. –“¡Canalla!”. “¡Ven conmigo!”, le imploró. Tocaron la puerta de la vieja casa, y Ismael condujo a Nada sigilosamente a su habitación. Pasó llave por la puerta, y la acostó. Fue por alcohol y le curó las magulladuras del cuerpo. Nada le rogó que no llamara a Amira, no quería que su pobre madre la viera en ese estado.

Una vez que Abdulah se iba al almacén de telas y luego de haber concluido sus propias obligaciones domésticas Nada marchaba todos los días al encuentro de su medio hermano, en el muro de piedra que se habían visto la primera vez. –“Algún día te llevaré lejos, cuando sea un adulto, mientras tanto debes de sobrevivir”. El tiempo se acababa, Ismael se iría, y Nada lo sabía.

Una tarde, próxima la fecha, Ismael abrazó a su medio hermana y la besó en los labios. Nada estremeció las partes que le quedaban vivas. Al rato, los jóvenes-niños reconocían sus pieles. Ismael acariciaba el vejado cuerpo de Nada, y ella por primera y única vez en su vida pudo sentir algo así. Los jóvenes-niños estaban embriagados, cuando de repente se hizo la noche. –“¡Debo irme!- dijo ella pero ya era tarde. Aterrada, Nada divisó la silueta de Abdulah al otro lado del muro. Lo había presenciado todo.

Nada está sola en medio del polvo. La tarde va cayendo. Nadie pudo hacer nada. Cuando Abdulah presentó cargos ante Omar, el propio padre fue el primero en condenarla. Era un deber de hombres que el honor del notable mercader quedara inmaculado. Su nefasta hija había cometido adulterio y eso se pagaba con la vida. Amira imploró rasgando sus vestiduras, pero a Omar no se le movió ni un pelo.

Nada está sola en medio del polvo. La tarde va cayendo y la plaza se va llenando. Familiares furiosos portando grandes piedras en sus manos aguardan impacientes la señal. Abdulah y Omar están en primera fila.

Es la hora. Al oír la señal, Omar, El Padre, ostenta el honor de lanzar la primera piedra. Filosa, le partió a Nada el caballete nasal, y le dejó un ojo sangrando. Es el turno de Abdulah, el marido engañado. Su piedra perfora a Nada el estómago. Luego, llueven piedras de los familiares y parientes que van descargando toda su ira. Nada aún permanece conciente, en agonía desesperante. Desde un rincón de la plaza, Ismael jura que algún día la vengará. Amira ya no tiene más lágrimas para llorar.

Al fin Nada se sume en la eternidad.
Anna Donner © 2009

Del Asentamiento.

Jennifer vive en el asentamiento “Bola de Nieve”, a una cuadra de la calle José Belloni. La basura está toda junta en un costado y hay una tranquera para que los niños no salgan.

“¿Si vivo sola con mis dos hijos? Sí. ¿Si estoy en pareja? No. ¿Si el papá de ellos es el mismo? No. El papá de la grande vive acá a tres cuadras, y el papá del bebé falleció cuando yo estaba embarazada. ¿De qué falleció? De un paro cardíaco, él tenía problemas del corazón. ¿Si era mayor que yo? Sí. Tenía cuarenta cuando se murió. Y yo me enteré de todo el mismo día. Que estaba embarazada…todo. El día que él falleció yo me descompuse, me hicieron un examen y me dijeron que estaba embarazada. Un mes y medio, tenía.”

“¿Si él trabajaba en la construcción? El hacía changas. Ahí en la barraca de leña hacía changas. Y ta, levantamos la casa. Yo hacía feria, vendía ropa interior, empecé a comprar un poco de mercadería para vender. Yo siempre fui vendedora. ¿Qué de dónde sacaba la mercadería? Compraba en el barrio de los judíos. “

“¿Si ahora trabajo? Sí. En el Multiahorro, en la fiambrería. A mi me gusta aprender, me gusta ser multiuso, ¿entendés? Date cuenta, acá en mi casa yo soy padre y madre, ¿viste? De los chiquilines. Y hago el trabajo mío, así el de trabajar y… arreglar un cable, ¿entendés? A mi me encantaría tener una vivienda a mi nombre, pero lo veo muy lejano.”

“Yo tenía una cama de una plaza, una tele blanco y negro y la heladera esa siempre la tuvimos. Esa radio también la teníamos y un disco, un disco con resistencia, porque ni siquiera cocina tenía. Y tenía un mueblecito chiquito celeste, ahí sí tenía para guardar las ollas y todo. Y para guardar la ropa también. O sea, no tenía ni mesa, ni nada. Yo siempre apuesto a más en la vida. ¿ De qué me sirve a mi trabajar siempre y tener la responsabilidad de ir a trabajar todos los días, llegar en hora, cumplir con mis hijos, cumplir con mi casa, traer todos los días la comida, ni no veo en mi casa nada ?”

“¿Qué siento? No sé si siento. Cuando uno pasa tanto en la vida, lo que a mí me ha tocado vivir, he tenido una vida muy dura, muy dura de verdad, estuve en la calle, estuve… no tenía ni para comer, nunca tuve mi madre que me apoyara, mi padre se separó de mi madre, y se borró entonces, viste, me tocó vivir una vida muy dura. Mirá, cuando yo tenía veintiún años fui al INAME y fui a pedir si había un hogar, un lugar donde yo pudiera estar, si había un proyecto para yo trabajar y que me cuidaran a mi hija, entonces me quisieron sacar la nena. Yo estuve durmiendo tres noches en la puerta de una panadería hasta que mi hermana se enteró. ¿Si pedía comida a la panadería? No. Nunca pedí comida. ¿Cómo hacía para sobrevivir? Lavaba ropa, iba por las casas preguntando si querían que lavara ropa. Mirá, te lo puede decir cualquiera, y te lo juro por mis hijos, jamás mi hija estuvo sucia, jamás estando en la calle incluso porque la ropa la lavaba en lo de una amiga que tenía secadora y salía con la nena bañada, comida y con la ropa seca. Cuando fui al INAME a pedir ayuda me dijeron que no porque yo no era menor, que no me podían ayudar que lo que tenía que hacer era dejar a la nena porque yo no la podía tener porque estaba en la calle. Y había madres que tenían a sus cinco hijos pidiendo plata en la puerta de Tres Cruces y no le sacaba el INAME a los hijos y salí llorando de ahí, si me sacaban a mi hija me moría. Estuve tres días en la calle, yo fui a ver a un amigo que estaba en el Centro y mi amigo llamó a mi hermana y le contó, y mi hermana no sabía y yo no la quería molestar porque ella tenía su familia, tampoco tiraba manteca al techo y cuando mi hermana se enteró me dijo que fuera para su casa.”

“¿Qué leo? Lo último que leí es un libro que me trajeron, “El diario de Ana Frank”.

“¿Si la música me gusta? Sí. A muchos les gusta la cumbia, pero a mi no. A mi me gusta el rock, el reggae, la cumbia, no. Hay gente que cree que si sos pobre tenés que escuchar cumbia, pero a mí me gusta el rock. Los “conchetos” también se la pasan todo el día escuchando cumbia, pero resulta que los que tenemos que escuchar cumbia somos nosotros. No va en la condición. Yo por ejemplo, el otro día me compré un disco de la “Oreja de Van Gogh” que me encanta y lo escuché todo el día y después puedo estar dos meses sin escucharlo y escuchando una cosa diferente. Viste, hay tiempo en que te gusta una cosa, otro tiempo te gusta otra cosa, o sea siempre te gusta lo mismo pero en un momento le prestás más atención a lo que en ese momento te llama la atención. Entonces no me considero nada específico.”

“Hay mucha gente que piensa que acá somos unos muertos de hambre o algo así. Pero esa es la gente que quiere aparentar, y Tá. Porque nadie está mejor que nadie. Todo el mundo la está peleando, y porque la está peleando no está mejor. Lo que pasa es que a veces ven a la gente de acá revolviendo en las volquetas, y Tá, somos pobres, pero igual uno trata de tener la mejor presencia que puede. Y cuando veo personas que tienen todo, o que tuvieron todo y que no lo valoran como que me da bronca. Esas personas que son como caprichosas me fastidian.”

“¿Si soy plancha? Eso no tiene nada que ver. Para mí, eso es una forma de vestirse. Y eso es una apariencia. Y las apariencias engañan.”

Anna Donner © 2009 * Esta historia está basada en Testimonios Reales.

Bajo el altiplano.

Ilin despierta y saluda a Diosito. Se contempla en el pequeño espejo que pende de la pared: su piel es ocre y su cabello negro y lacio. Se peina, dibuja una raya al medio y se construye dos largas trenzas. El tren pasa haciendo ruido, es que su casa de barro está situada contra la vía. Ilin ahora sale de la vivienda a una especie de patio, en donde se encuentra situada la pileta. Los cerdos han abierto durante la noche las bolsas de basura y ahora la cañada está llena de desperdicios. Pero es que no han sido solo los cerdos.

El sol tímidamente va asomando por la ladera de la montaña. Ilin tiende la ropa, después de haberla fregado con sus manos contra la pileta de hormigón. Ilin se dispone ahora a despertar al pequeño Puriq, lo levanta y lo viste. Le lava su rostro con el agua del patio, lo viste y le ofrece un tazón de leche.

Ilin se apronta para bajar al valle. Se atavía con una larga falda de lana rayada, y le coloca el morral a Koya, su llama. Se ata a Puriq a la espalda, tira de la correa de Koya, y le reza a la Virgencita. Es que Ilin es católica, aunque los conquistadores hayan masacrado a los suyos despojándolos de las ofrendas para sus dioses. Ellos habían aplastado su respeto por la Naturaleza y demolido sus edificaciones, que siempre habían acompañado a las formaciones rocosas. Habían robado todos los metales preciosos de las paredes de esos templos, completamente cubiertas de oro y de plata después de haberse enceguecido por varios días; para así imponer sus iglesias y aplastar para siempre los lugares sagrados de los incas. La Virgencita tiene el cuerpo en forma de ícono y sobre sus ropas hay una luna.

Ilin, Puriq y Koya van bajando ahora a pie por la montaña. Aunque Ilin tiene las plantas de los pies curtidas, a veces las piedras del camino le juegan una mala pasada. Pero lo prefiere, antes que usar sus chancletas. Es que le pesan y le dan calor.

Se cruzan con dos niñas que van atravesando el campo con cargas más pesadas que ellas. Lo hacen a cambio de una ración de torta de papa, y cuando Dios dispone, les toca un trozo de carne hervida. Las niñas hoy se dormirán en la escuela, están muy cansadas.

Ilin ata ahora a Koya a un madero, y deja a Puriq a su lado. Entra después en el taller de lana. Se sienta en el piso de piedra junto a otras mujeres. Abre su pollera en abanico, es su mesa de trabajo. Lava la lana con detergente natural extraído de una planta similar a la rúcula, luego prepara diferentes colores para teñirla; cochinilla para los violetas, eucaliptos para los verdes. Y si agrega sal, obtiene doce colores distintos por cada color original. Posteriormente crea hilos utilizando la rueca y luego, con los distintos hilos arma los telares. La confección de una prenda puede llevarle alrededor de un mes.

Ilin está sentada ahora en el suelo de la plaza del mercado junto con las otras mujeres tras un pequeño escaparate en el cual ofrecen las prendas elaboradas: bufandas, gorros con orejeras, buzos, polleras y mantas. Por las callejas estrechas y empedradas circula un aluvión de turistas. –“¡Oh!, ¡Very nice!” – le dice la rubia de ojos celestes y piel muy blanca a su acompañante señalando un sacón de color azul con rayas rojas. El hombre alto mira a Ilin, y pregunta si puede pagar con euros.

-“¡Señora!, ¡Solo cuesta tres soles!"- dice Puriq a una de las dos japonesas que cruzan en ese momento por el centro de la plaza, mostrándole un pequeño muñequito de madera ataviado con ropa típica. La japonesa mueve la cabeza en forma negativa. –“Entonces, ¿me da un sol?”- insiste Puriq. La japonesa mueve otra vez la cabeza en forma negativa. Las japonesas ahora se alejan y Puriq sigue jugando en la ronda con los otros chiquillos de la plaza.

Ahora Ilin, Puriq y Koya van subiendo a pie por la montaña. Las estrellas iluminan el cielo e Ilin arrastra a Koya. Puriq va durmiendo sobre su lomo. El morral viaja vacío, no hay un sol.

Anna Donner © 2009

Violeta Borocotón

El sol raja el asfalto. Unos pocos adoquines y un pedazo de vía han quedado atrapados. Violeta ha pisado los restos de tranvía, el hierro caliente se hizo sentir en la planta de su pie. Es que Violeta ha cruzado la calle descalza, su hijo está volando de fiebre. Ha llegado al almacén de la esquina y le ha pedido el teléfono a Don Joaquín. –“¡Otra Vez!”-responde su señora, Su Señoría, con tono severo. “Señora Julia; ¡no tengo con quién dejarlo!”

Violeta atraviesa ahora el largo corredor y entra a la pieza. Ramirito está en su cama, es la del medio, entre la de Violeta y la de su compañera de cuarto. Ramirito tiene sed; la habitación ha sido tomada por un vaho irrespirable; hoy ni siquiera corre la más breve brisa. Violeta sale al corredor y enjuaga uno de sus cuatro vasos en la pileta del fondo.

Ramirito tiene el pelo muy rizado; Violeta también. Su cuerpo esbelto, sus carnes firmes, sus caderas cadenciosas y sus labios carnosos despiertan la envidia de esas caucásicas de Carrasco. -“No se puede negar que las negras tienen unos cuerpos…”

El calor ya es agobiante en la pieza del corredor de algún número de alguna puerta de la calle Isla de Flores casi Santiago de Chile. El papá de Ramirito se había evaporado una semana después de haber sido notificado por la existencia del embrión. Es verano y es la hora de la siesta.-“¡Bo-ro-co-tón!- dice una lonja de la cuadra aledaña.

Violeta toca la frente de Ramirito y la halla muy caliente. Abre la puerta del destartalado armario y saca un pañuelo multicolor. Sale, y lo moja en la pileta del fondo. Lo escurre, vuelve y lo coloca sobre la maraña de cabello de su hijo. Ramirito la mira, y trata de sonreír.

Violeta saca ahora del armario un pequeño costurero. Enhebra una aguja, y toma la más brillante de la bolsita de lentejuelas. La biquini tiene ya algunas puestas, y el traje deberá estar listo en pocos días.

Violeta cree que esta tarde va poder adelantar la tarea. La Abuela Azucena, le sonreiría con beneplácito. En cambio, la Señora Julia le sonreiría con ironía. Si la viera, pero no la ve. La Señora Julia, pensaría que este es un traje vulgar. Pero, ¿qué importa lo que la Señora Julia piensa? A la Abuela Azucena, sí, le importaría.

La Abuela Azucena, la del cuerpo doblado por el látigo del Abuelo de la Señora Julia. La del cuerpo cansado de lavar ropa. La del cuerpo que trabajó a la fuerza sin un peso a cambio. La del cuerpo esclavo del yugo de la jornada.

Sin embargo el domingo, ese cuerpo se meció placentero, al ritmo del candombe.

El Abuelo de la Señora Julia se burló entonces de su sirvienta, de su lavandera, de su recolectora de basura, de su portera. ¡Es que ella quería vestir elegante pero su ropa era de segunda porque él mismo se la había regalado! ¡O prestado! Quien sabe.

Un día a la Abuela Azucena se le hicieron insoportables las carcajadas del Abuelo de la Señora Julia; cuánto él insistía en mofarse de su pobreza. Pobres Negros Orientales. -“¡Bo-ro-co-tón!” Acompañados nada más que por sus tambores, ¿conseguiría Momo que estuvieran mezclados negros y blancos? La Abuela Azucena dejó de danzar, se quitó la falda voluminosa de enaguas, y su pañuelo multicolor.

Violeta, cuerda de féminas tamborileras, va desfilando radiante, en su traje de lentejuelas. Baila con su corona de plumas, sus tacones bien altos y su piel ébano vestida de aceite dorado.

-“¡Bo-ro-co-tón!”- dicen los tambores formados en cuerpos de a diez, veinte, cincuenta; el sonido es atronador.

Anna Donner © 2009
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