El cielo
paulatinamente va clareando; es la hora del rocío. La ciudad se despereza, como
queriendo no despertar aún. ¿Para qué despertar? Mas no se puede contrariar los
designios del tiempo que hace y deshace sin consultar a nadie. Muchos le han
pedido clemencia y sus ruegos han sido vanos.
Alba abre
los ojos pegados, es hora de levantarse. “Un
ratito más”, se dice. El amanecer es más frío que la noche justo a esa hora
en que despunta el día. Las flechas de hielo le atraviesan el cuerpo. Alba
queda inmóvil.
Juan camina
rumbo a la oficina. Se ha dado una ducha caliente para salir al frío. Como
todas las mañanas, el ritual no ha cambiado y el traje lo espera, Juan toma una
camisa blanca, se hace el nudo de la corbata, se coloca un sweater, se afeita,
se perfuma, sobre el traje se calza el sobretodo negro, y sin olvidar su
portafolios se prepara para meterse adentro de la helada ciudad.
Juan va
subiendo la escalinata del moderno edificio sonando AC/DC en el mp3. A punto de
meterse en la puerta giratoria, avizora en un recoveco varios cartones, y una
bolsa negra.
Juan apaga
la música inmediatamente y se dirige hacia el lugar. Aparta la bolsa negra, y
va destapando los cartones de los que
parece emanar un aire caliente. Juan palpa unos cabellos. Cabellos que no ven
un peine desde hace varios siglos. Cabellos largos.
La mujer
está inmóvil. Juan la sacude. La zamarrea. La sacude con más fuerza. Le hace
respiración boca a boca y la mujer abre los ojos. Tiene el cuerpo helado.
…
-Está muy
comprometida- dice a Juan el médico de puerta del hospital Maciel.- Tiene
neumonía aguda y presenta un cuadro de hipotermia. No tenemos cama, pero se
puede quedar en la sala de espera, quizá en algún momento alguna quede libre.
La mujer no
ha pronunciado palabra alguna. Mas no opuso resistencia y se dejó trasladar al
hospital. Juan la mira, si le saca el vestido de harapos, el vestido de arrugas
que han venido antes de tiempo, es una mujer bella. Y tan joven… casi una niña.
De repente la mujer dice: “Gracias.”
-Nada que agradecer,
yo soy Juan.
-Yo soy
Alba.
- Alba,
¿siempre dormís afuera?
- No, sólo
desde este año. Me fui de casa. El era un hombre bueno, yo estaba contenta por
mamá, nos llevó a mamá y a mi a su casa. ¿Sabés? No es de bloques, es de lata,
pero lo importante es que es una casa. Yo desde niña sé lo que es dormir en la
calle en invierno. Mamá nunca me abandonó. Y un hombre bueno aparecido del
cielo nos invitaba a mamá y a mi a una casa. Mamá y él se hicieron novios. Yo
tenía mi piecita y todo. El me daba las buenas noches. Yo le estaba muy
agradecida. No me puedo acordar cuando fue que me dijo que tendríamos un
secreto juntos y que era una sorpresa para mamá. Faltaba poco para que mamá
cumpliera años. Me sentó en la falda. Me abrazó, me dijo que él nunca permitiría
que nadie me hiciera daño. Repetía esa frase todo el tiempo. Mientras tanto me
tocaba la bombacha. Me decía que me iba a gustar. Cada día avanzaba un poco
más. Y me decía que si le contaba algo a mamá, le iba a dar una paliza enorme.
Yo no quería que le pegara a mamá y no dije nada. Cuando mi cuerpo dejó de ser
el de una niña venía todas las noches. Me tapaba la boca y descargaba. Y
siempre la amenaza. Ahora decía que si yo decía algo mamá era boleta. ¿Ves?
¿Ves estas manchas violetas? No son del frío, son de él. Estoy esperando un
bebé del novio de mi madre. No pude más en el infierno. Quiero salvar a mi
hijo, me quiero salvar. Por eso duermo en la calle.
El cielo
paulatinamente va clareando; es la hora del rocío. La ciudad se despereza, como
queriendo no despertar aún. ¿Para qué despertar? Mas no se puede contrariar los
designios del tiempo que hace y deshace sin consultar a nadie. Muchos le han
pedido clemencia y sus ruegos han sido vanos.
Anna Donner
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